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Tengo ganas de contarte...

Monday, October 10, 2005

EL RETO

Sus dientes, pegados a la máquina, se apretaban contra el metal frío que se movía con un sacudón frente a unos labios que se negaban a dejarla entrar. La punta de su lengua, apretada contra los dientes delanteros inferiores, la obligaba a abombarse con un movimiento ondulante y compulsivo. Los lados de esta rozaban los molares en un movimiento hacia adelante y hacia atrás, como queriendo sacarse el dolor al frotarse contra ellos. Al comprimirse el metal contra sus labios, estos se estrechaban hacia los lados produciendo un dolor en las mejillas como de mil agujas punzantes que le atravesaban la piel. Las gotas de sudor, corriendo presurosas desde su frente, se colaban por la comisura de los labios mezclándose con la herrumbre del metal dándole un sabor de carne vieja a la madera. Una gota gorda escapaba por el centro de su nariz, quedándole, vacilante, colgada en la punta hasta que aterrizó en la hendidura del labio superior causándole un cosquilleo desagradable e inoportuno. No pudo dejar de emitir un sonido gutural, un ronquido seco el cual, al chocar contra el metal aferrado ahora a sus caninos, se transformó en un chillido parecido al frenar de un tren. El sonido se desdobló en un tono bajo, como el aullido de un perro moribundo; el cuello, hinchado, le obligaba a levantar las cejas pareciendo querer expulsar los globos oculares de sus cuencas. Una hiper extensión de su mandíbula le hizo temblar la cabeza con tal fuerza, que el aire que no podía salir a través del metal le tapó los oidos produciéndole una sensación de mareo, y la impresión de que los tornillos comenzaban a saltar fuera de sus refugios en la madera. Fue ahí cuando abrió la boca buscando el aire desesperado, con una compulsión más parecida a un trance, que lo dejó tendido a lo largo de la cama en total agotamiento. Luego de un rato, agotado y en absoluta frustración, tiró la armónica al cesto y se largó a la calle.

Wednesday, September 28, 2005

LA CIUDAD

Una larga fila de hormigas entraba por los huecos de mi nariz después que la misma estaba lo suficientemente seca como para no ahogar a ninguna de ellas. El segundo batallón ya había llegado a mi esófago, a través de la garganta, por un agujero labrado anteriormente por los gusanos, ya desaparecidos, en mis tejidos. Al llegar a la amplia caverna de mi estómago, habilitado debido a la evaporación de los fluidos corrosivos, comenzaron a construir un puente apilando sus cuerpos hasta la mitad de la bóveda, permitiendo así que la larga fila de sus compañeras pasara directo a los túneles de mi intestino sin mayores problemas.

Del otro lado, debido a la contracción de los tejidos alrededor del ano, un grupo de aproximadamente quinientas hormigas luchaban por abrir una entrada, despegando, capa por capa, los restos de la epidermis en una taxonomía sistemática que hubiera sido la envidia de cualquier cirujano. Se encontraron con la desagradable sorpresa de que el colon se había secado y contraido a tal punto que les llevaría horas, si no días, para llegar a extraer suficiente tejido para hacer un nuevo tunel.

Entretanto, otro batallón se abría paso entre las capas de mis testículos, descubriendo que la pared dorsal del conducto seminal estaba aún intacta, a pesar del trabajo asiduo de los pájaros, facilitando así el trabajo colectivo organizado por los líderes de la colonia. Una comisión había llegado a mi bóveda craneal tras un trabajo agotador, comenzando de inmediato la confección de lo que sería la Sala Real. La hendidura de lo que habría sido la sede del hipotálamo era perfecta para la organización y almacenamiento de las nuevas larvas que serían alimentadas por las obreras. Ya los pájaros habían dado cuenta de la mayoría de los gusanos en una orgía devoradora que duró sólo unos minutos; los pocos sobrevivientes fueron pastos de las hormigas, herederas finales del botín. La tormenta de arena que cubrió parcialmente el cuerpo, ahuyentó oportunamente a las aves permitiendo así que el sol deshidratara los tejidos apresurando el proceso de momificación tan útil al trabajo de construcción colectiva.

Había comenzado al fin la verdadera prolongación del sentido de mi existencia.

HELENA

Oui, mon frère, je suis un méchant, un coupable.
Un malheureux pécheur tout plein d'iniquité.

-Tartuffe

Se desnudaba frente a la ventana, sonriente y a sabiendas de que Fernando la espiaba. Helena no mentía; su cuerpo lo decía todo. Conscientemente ejecutaba el sacudón del pelo hacia el lado y apuntaba los dedos blancos de su pie hacia él cuando hablaba distraida con alguna amiga, como un indicio de que era en él en quien pensaba. Ahí, sentada en la cama, con una sonrisa sutil, se abría distraidamente los labios de la vagina, como si estuviera atenta a su aseo personal, imaginándose a Fernando con la boca entreabierta dejando escapar un hilo de saliva.

La ventana de Fernando, separada por el patio interno del edificio, quedaba directamente frente a la de Helena. No tenía cortinas; su habitación siempre estaba a oscuras. Helena no dejó de exhibirse un rato volteándose y revolcándose distraída en la cama mientras manoseaba un libro, asegurándose de que la silueta de Fernando aún se dibujaba en la ventana. Siempre estaba ahí parado, inmóvil, reflexivo y puntual. Comenzó a danzar imaginándose a sí misma cual Salomé moderna, mirando fugazmente a la ventana como con una necesidad imperiosa de ver la cabeza de este Bautista ahí, sobre la bandeja, sangrante y con una sonrisa estúpida, pagando su insolente indiferencia. Sintió que ya no estaba ante la ventana y pensó que todo su esfuerzo seductor no era más que un mal ensayo.

La silueta desapareció. Se lo imaginaba corriendo hacia su habitación, atravezando el patio presuroso, saltándose los escalones de tres en tres en éxtasis erótico, abriendose paso impetuosamente, llegando a la puerta y lanzándose hacia ella en un frenesí sexual, demente.

“Se habrá quedado dormido”, pensó. Se puso una bata de tul y se sirvió una taza de té.

En los paseos diarios por el parque a Fernando le gustaba sentarse en algún banco que ella escogiera y dar ahí sus largas peroratas sobre Loyola o Zenón. Tenía un sentido de la virtud casi medieval, preburgués, donde el oportunismo, como medio de alcanzar los deseos, no tenía cabida. Tenía, como a Helena le gustaba definirlo, una visión de bibliotecario de la vida. Ella lo miraba de arriba a abajo, sin escucharlo. Imaginábase sus muslos blancos y redondeados, los hombros derechos; un tronco fuerte y curveado que sostendría, seguramente, un miembro sólido ansioso por los sabores de la lujuria. Fijaba la vista en aquella mandíbula recta y firme, habitada por labios sinuosos y rosados. Se durmió imaginando su voz pausada y masculina susurrándole obcenidades deliciosas.

“¡Mierda!” exclamó mientras se recogía el pelo con un alfiler. No era la primera vez que sus ensueños con Fernando le gastaban una broma, con el resultado de llegar tarde a la parada de autobús donde él la esperaba pacientemente todas las mañanas. Bajó las escaleras con un zapato en la mano y masticando maldiciones; no le gustaba hacerlo esperar. Al verlo de lejos, derecho e impecable se le ocurrió que su interés por él era una locura. Presurosa le tendió la mano y, al tocarla, sintió su leve sobresalto, casi gentil. Vió como uno de los botones de su sotana, a la altura de la ingle, estaba abierto, y se apresuró a cerrarlo. “Siempre cuidando los detallitos” le dijo tornando su cabeza compasivo. “Vaya trabajito el tuyo, niña; lazarillo de este cura ciego!”

FERNANDO


Ludus est necessarius ad conversationem humanae vitae
-Tomás de Aquino

Helena no era una mujer. Era una metáfora, como casi todo lo que lo rodeaba. Era un sonido, una voz, una piel, una idea y un olor. A veces era un olor dulce, pero como los dulces cuando se ponen rancios. Le gustaba comparar los cambios de tono de su voz, y de su humor, con las mujeres de Eurípides, para su propio entretenimiento: unas veces venía cual Medea, la salvaje caprichosa, otras como la fragil Ifigenia o como la perfecta Andrómaca, pero siempre volviendo a ser Helena, la misma Helena, que no tenía nada que ver con la legendaria espartana.

La rutina era siempre la misma; a tientas, y como un autómata, buscaba el café ya molido en el mismo rincón del gabinete donde lo había dejado la mañana anterior. El olor rancio y agradable del colador lo guiaba hacia lo que sería la primera taza de la mañana. Una mañana de sombras claras e ininteligibles, a veces verdosas, a veces violáceas. Solía rezar en la tarde, cuando regresaba con Helena del orfanato donde enseñaba canto a unos niños curiosos.

Algunas veces se imaginó con ella en una relación distinta, donde sus votos no le impidiera ejecutar lo que su imaginación sabía, pero que no quería mostrarle. Ella le coqueteaba en las sombras. De eso estaba seguro. También sentía su mirada soplándole la piel, arañándole los sentidos. En una ocasión se tropezó sin querer con sus nalgas y, contra todos sus intentos de suprimir esa experiencia, no pudo dormir esa noche, mezclando involuntariamenten en su cabeza su olor, su cabellera, su voz, y lo poco que conocía de su cuerpo. La sensación de esa blandura concupiscente lo excitaba de manera inesperada. Pensó en hablar con su superior, pero se dió cuenta de que, además de conseguir su guía y consejo, inevitablemente, él lo obligaría a deshacerse de ella. Esa ambigüedad lo torturó de manera imprevista forzándolo a abandonar la idea.

No ignoraba la sensación causada por una piel de mujer. En su primer año de seminarista, Cecilia, una muchacha adolescente y muda quien, gracias a la piedad del director, fué recogida de la calle y convertida en criada del recinto, lo sorprendió durante la hora de la siesta cuando, de manera inconcebible, se metió desnuda bajo su sábana, sigilosamente trepándosele encima y moviéndose de mil maneras infernales. Confundiendo la vigilia con el sueño, la dejó irreflexivamente tocar su cuerpo despojado, perdiéndose en un marasmo de sensaciones incógnitas. Al darse cuenta de su crítico error la empujó despavorido, pero, al no poder precisar su ubicación en la celda, la dejó escapar, horrorizado ante la idea de que alguien los hubiese escuchado.

Abrió la puerta de su habitación perturbado por aquel extraño recuerdo, y evocando su confesión con su mentor. Cecilia desapareció incomprensiblemente y sin explicaciones.

Salió sin temor, determinado a encontrase con Helena.
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